Cordillera – Pacha #01

Reliefs aus den Höhenlagen


El valle de Siguas como anclaje intercultural en lo vivo y lo muerto

Por Christian Vera Ponce

Higuera de 400 años en una ladera cubierta de alfalfa, diente de león y ortiga.

El pasado luce arrinconado, pero aún vital. Se encarna en higueras de cuatro siglos que, sin más cuidados que unos cuantos riegos por gravedad, permanecen inalterables en montes o acequias, lejos (felizmente) del jaleo de las retroexcavadoras. La modernidad agrícola aprecia el llano, la irregularidad topográfica resulta una afrenta no sólo productiva, sino también estética.
Muchos de estos ejemplares permanecen en el olvido. La amnesia (mejor dicho, la invisibilidad), sin embargo, a veces puede traer consigo la supervivencia de aquello que deja de recordarse y visitarse. Estas higueras así lo demuestran. La lejanía, la inaccesibilidad, la insignificancia asociada a lo viejo crearon condiciones “salvajes” que ahora intimidan al tractor más recio.
Cuando se detecta su valor, cuando se entiende que sus esquejes llegaron a la península ibérica con la invasión islámica del siglo VIII, se adaptaron y tiempo después (varios siglos después) afincaron en algunos valles áridos de Sudamérica, corresponde apelar al músculo para subir las pendientes y, armados de canastones, recoger y secar las brevas e higos desde diciembre hasta abril.


También para contemplar una robustez inusual en frutales: troncos-cueva, retoños frondosos e intimidantes (no tanto para los corderos, aquellas podadoras vivientes), raíces que se entremezclan con las raíces de otras especies y componen símbolos de materia vital.

Junto con el pacay, el molle fue un árbol multiusos en la cordillera andina. Su resina repelía insectos, sus hojas, ricas en aceites, solían emplearse para tratar reumatismo y úlceras. Su reciedumbre ante la sequedad lo encumbró como un ejemplar esencial para la construcción (Matthew E. Biwer, Mallory A. Melton: Plant Use at Quilcapampa). Este viejo ejemplar de molle se encuentra cubierto por las raíces de una higuera centenaria.


El pasado enterrado y dibujado


Así como estos ejemplares aún siguen anclados en lo vivo, produciendo en condiciones áridas (quizás un recuerdo de la sequedad norafricana que las arropaba siglos atrás) y pedregosas, a algunos cientos de metros, ya en los peñascos más elevados, asoman otros conjuntos también arrinconados (mejor dicho, enterrados) que testimonian otras intervenciones en el espacio vital. Estos sí que anteceden a las higueras, son legados arqueológicos de nómades que, en tiempos preincaicos, anclaron en Siguas y crearon ciudades móviles.
Quilcapampa quizás sea el conjunto arqueológico del que más se ha hablado. Excavada en 2013, 2015 y 2016 por una delegación de antropólogos y arqueólogos, esta ciudadela wari fundada en el siglo IX y clausurada apenas tres décadas después conserva restos que permitieron, entre otras cosas, reconstruir sus sistemas alimentarios y comprender la organización social que la marcó durante su corta existencia. La semilla de molle, árbol oriundo del Perú, aparece en un sinnúmero de muestras que evidencian usos culinarios y rituales, como la chicha de molle aderezada con vilca, bebida que conectaba a quienes la ingerían con el mundo invisible. Hoy, el molle tiene más forma de carbón inerte que de brebaje para la experiencia supraterrenal.


El horizonte medio del Perú fue rico en interacciones, flujos e intercambios que dejaron huellas como Quilcapampa. También geoglifos como el Gross Munsa, situado a doce kilómetros de la ciudadela Wari en medio de una pampa escondida y en muy buen estado de conservación. En este caso, la imagen del pasado es nítida, bien definida. Quizás la interpretación de sus formas requiera tejer una vasta red de significados, pero su mera existencia ya imprime una huella en quien lo encuentra y lo contempla.
Estos legados preincaicos permanecen en rincones de una memoria tenue que, de a pocos, agarra definición. La tinaja hallada al costado de un trigal podría ser wari, inca o siguas, pero se la reconoce como el artefacto de los antiguos, enterrada en condiciones que estimulan la imaginación. La franja roja que recorre toda la montaña del sector de La Banda (frente al higueral del que hablamos en párrafos anteriores) compone una galería de petroglifos visible sólo tras haber subido por las resbalosas pendientes volcánicas (o haber sobrevolado la zona con un dron). Las evocaciones rebrotan desde el suelo y desde las piedras y llegan gracias al trazo de autores anónimos.
Más hacia el final del valle, cuando el suelo pasa de rojo a gris (menos arcilla y más piedra), megalitos rodeados de andenes y tumbas se elevan frente a un par de higueras y un pacay (frutal muy apreciado por diversas culturas precolombinas). Aquí la huella tiene forma brutalista, con gigantes pedazos de roca que componen bosques petrificados muy queridos por avispas, zorros y liebres. Bajo un megalito, ruinas circulares de rocas pequeñas permanecen cubiertas de hierbas como la jarilla, el sancayo o robustas pencas. Incluso frente al higueral, en un monte sobre el que existe una ciudadela inca (huaqueada sin compasión), algunos cactus corpulentos se mimetizan con las rocas de este pueblo viejo, protegido por un muro que corona su cumbre.


El horno como intersección

Frutales hispanos de varios siglos arrinconados en algunas laderas. Complejos arqueológicos enterrados y petroglifos inaccesibles que llegan a ser visibles si el visitante observa con paciencia (o largavistas). En medio, el horno de piedra y arcilla se muestra como el objeto inerte que aún conserva sus funciones, aún cuando la red de significados que lo rodeaba ya no tenga memoria que la contenga. Porque si bien esta es zona de higos, molles, pacayes y vides, también le pertenece al trigo, cereal que encontró en este valle a una de sus expresiones más antiguas (en América), tanto para el cultivo y sus trillas rituales como para la molienda en piedra y el horneado con leña de molle (con sabor ahumado, pues el molle arroja abundante humo) o de higuera (de fuego tímido y aromático).

Confundido entre andenes, caminos de herradura y rocas ígneas, este horno se halla al lado de un corral derruido de principios del siglo XX


Objetos construidos hace décadas en medio de rituales que auguraban prosperidad, la razón de ser de estos hornos cuando no hay trigo que cultivar ni moler se reduce a un encendido cada cuatro o cinco años (en el mejor de los casos) o a la nostalgia que evocan hábitos culinarios que requerían tiempos bien dilatados. Otros ejemplares lucen ya absorbidos por la arqueología: situados frente a un camino de herradura y un corral para bestias, su presencia remite más a las estructuras wari que a un artefacto de uso cotidiano. Sin embargo, basta un poco de leña, un ramo de chilca y buen fuego para que se iluminen y den buen pan (aunque para “armar” el horno sean necesarias dos buenas horas).
Yuxtapuestos en el campo, elementos como las higueras, molles, granados, pacayes, trigo y queso de vaca permiten visualizar la merienda espartana (higos secos, granos y un poco de leche fermentada) junto con la medicina de Avicena (notable médico persa muy aficionado a los higos) y la culinaria wari de Quilcapampa (papas, cuy, quinua y molle). Esta mezcla de recetas de la tierra no es cerrada. Así, el horno en ruinas, brevemente iluminado, se reapropia del esplendor de épocas en donde los llanos no eran la norma sino la vegetación frondosa y, además de un pan mestizo, puede dorar un Früchtebrot o un Vollkornbrezel, preparados que el autor incluye merced a su propia biografía y que demuestra que a las historias mínimas se adicionan otras, quizás ya en lenguas diferentes, pero que dan fe de recetas igualmente sabrosas.


Marcas resistentes

Un vecino mira con estupefacción a una higuera que ha sobrevivido al fuego. Cuando se quiere “limpiar” el campo para la siembra de algún monocultivo (ahora le toca a la palta o aguacate), qué mejor que incendiar naturaleza salvaje sin sutilezas. La higuera, aunque dañada, empieza a rebrotar para desilusión del agricultor y anuncia una cosecha ligera de higos para el verano.
En el campo aledaño, un camino de herradura aún resiste al paso de maquinaria pesada. Muy cerca de allí, un viejo horno de barro conserva su vieja estampa aún cuando le hayan sustraído las piedras madre, aquellas que componen su boca. Hacia arriba, en el pueblo viejo, algunos restos de cerámica permanecen regados frente a materia ósea bajo las sombras de los cactus.
Son todas marcas resistentes, como aquellas imágenes que pueblan nuestra memoria y se entremezclan con lo imaginado, con lo incierto. Algunas rebrotan y se redefinen como las higueras o el trigo, otras resisten a la erosión (o destrucción intencional) como los hornos y los geoglifos. Estén ancladas en lo vegetal o en lo ígneo, sean ejemplares vivos o complejos fúnebres, estas marcas revelan un pasado rico en signos que de por sí ya componen un campo-texto, mezcla de historias superpuestas que, quizás con una agricultura respetuosa, encuentren la fertilidad necesaria para estimular y mantener la memoria.