Por Nicolas Fajardo
Pocas cosas en la vida pasan directo a la cabeza, sin filtro, como hurgando esa esencia humana tan codiciada por Platón. Y a la cabeza es al fin y al cabo una burda metáfora, porque aquellas cosas resuenan en el cuerpo, erizan la piel, atizan el corazón y despiertan eso que creemos nos hace o nos posibilita ser. Para mí, el sonido, además del olor, es una de ellas. Sin embargo, a diferencia del olor, el sonido se puede grabar, reproducir mil veces y seguir sonando. ¿Cómo sería el mundo si pudiésemos recrear cualquier aroma, a cualquier hora, en cualquier lugar? De repente sentir aquella cobija rebosada de bálsamo anisado con aroma de mamá, la humedad entremezclada con los colores vivos de la selva, el plato aún hirviendo con frijoles y plátano de la mano de la abuela o el vaho del pasto recién cortado al calor del débil sol de la mañana. Es quizá por ello que ante cualquier pista fragante del pasado, se deslizan fugazmente cientos de recuerdos que pasan como un folioscopio a media marcha.
Pero, ¿qué hay del sonido?
Su omnipresencia y, aún más, la fácil conexión a internet banalizan continuamente su poder. Tanto así, que solo estando lejos de casa comprendí por primera vez el significado del sonido. Cuan diferente se experimenta la vida en los sosos suburbios alemanes, donde son pocos los niños apropiándose de la calle en medio de sus juegos o donde incluso el canto de un pájaro es un acontecimiento inusual. Pareciera como si sus habitantes se hayan sometido al yugo del sagrado silencio, condenados a una naturaleza sometida que se olvidó de cantar. Hoy extraño el tono fuerte de la fiesta del barrio, las carcajadas que llenan la sala, el golpeteo del bafle del vecino imitando al bajo de una cumbia. Hasta echo de menos la voz afilada de los vendedores ambulantes que pasan comprando chatarra o vendiendo aguacates o envueltos.
A decir verdad, no creo que los alemanes nunca hubiesen disfrutado de la música popular y la alharaca de la socialización. Su devoción por el silencio parece más bien un producto consciente de la modernidad aplicado con rigor victoriano, esencialmente como un separador de clase. Ser reservado es signo de erudición y jerarquía, mientras que el ruido y el caos son sencillamente vicios de pobres. Pero no siempre fue así, incluso algunos ‘incultos’ cantos campesinos fueron inspiración para Beethoven, quien embelesado por la vida rural escribió su sexta sinfonía.
Hoy en día, cuando entre los habitantes de los países europeos hay menos desigualdad, la segregación se experimenta entre países y culturas. Mientras que las sociedades industrializadas convergen aceleradamente a la homogeneización, conservando la moralidad de sus clases más adineradas, la periferia se resiste tímidamente a la aplanadora cultural de la globalización. Latinoamérica, por ejemplo, aún se debate en la dualidad entre su herencia europea y su corazón indígena y africano, y su música, nuestra música, es apenas una expresión de la lucha por seguir existiendo. Una lucha que se alimenta de la exuberancia y la libertad de la naturaleza indómita del trópico; de la vida furiosa, que con sus diversas formas y cuerpos, se abre paso para prolongar su existencia en los climas más extremos o en las condiciones más adversas.
Precisamente, escuchar los golpeteos de los ‘Mañengues’ de Puerto Rico es recordar a los coloridos tambores que, a manos de las gentes de África occidental, son capaces de hablar como si se tratara de voces humanas. Esas mismas manos que, ya esclavizadas en América, concibieron distintas cadencias para expresar el lamento de la cotidianidad, la trascendencia de la vida o, en medio de todo, celebrar su dignidad. Así como oír el clamor de las flautas y las cuerdas de los Uros del Titicaca es transportarse miles de años atrás —al son de huaynos, cacharpayas y carnavales— y adentrarse a las profundidades de la cordillera para compartir con las gentes del sol, el maíz y el chontaduro.
No exagero al decir que esa misma fuerza fluye a través de la sangre cada vez que cuando conscientemente escuchamos nuestra música. Oír, aunque sea un verso, no solo evoca nuestros recuerdos más íntimos, también nos conecta con las memorias colectivas de nuestros antepasados, con sus lamentos, sus alegrías, sus infortunios o sus pasiones, e indudablemente insinúa la brega diaria que supone vivir en Latinoamérica.
Así, recuerdo como una vez, en un bar en Palma de Mallorca, escuché al Joe, acompañado con aquel piano apenas un poco menos punzante que sus mismas palabras, denunciando a viva voz los vejámenes de los españoles a sus esclavos negros. ¿Cuándo había sido posible evidenciar a la Metrópoli de manera tan directa y contundente, ahí, en sus propias narices? Aunque cuán profundo y cínico fue percatarme que aquel mensaje se desvaneció rápidamente en el aire, sobrevino como cualquier otro ruido de fondo y a nadie pareció importarle. Allá, en aquel momento, aprecié ese ilusorio día feliz de Nicanor Parra y vislumbré el sentir de esos últimos, viejos hablantes de las miles de lenguas que han desaparecido y desaparecerán para siempre.
La melancolía es un sentimiento extraño, ¿verdad? Como sentirse completamente solo en medio de un bar atiborrado de gente. Como revolverse ante un mensaje que los demás parecen o deciden ignorar, pero no uno cualquiera, un mensaje que toca las fibras más humanas, uno que merece ser escuchado y difundido. Qué tristeza, pero qué dicha, empuñar su significado, cargar su legado y engrandecerlo, solo para que al final nadie más que uno entienda su envergadura o sencillamente para que sucumba en la infinitud del tiempo, tal como la misma carne y la misma sangre. Quizá, la melancolía es como la música en nosotros, los latinoamericanos, cuando nos deja comunicar lo que no se debe decir, nos permite compartir lo que no se debe sentir o nos faculta ser lo que no se debe ser. Al fin y al cabo, la vida es una canción larga, diría Andrés Caicedo.
Somos privilegiados al poder manipular el sonido a nuestro antojo, grabarlo, reproducirlo mil veces y seguir escuchándolo. Y aunque eso implique su posible banalización, no dejo de pensar cuán invivible es la vida de un migrante sin su música, sin poder volver a casa por unos cuantos segundos y alivianar la pesada existencia lejos de lo que se ama o se amó, tal como ya lo cantó Lisandro Meza: «Quiero gritar por el mundo que muera la guerra y que viva la paz, si no me escucha ninguno, solamente tú y te vas a quedar. Si no vas, te llevaré en mi corazón, te llevaré en mi corazón, te llevaré aquí en mi cantar».